domingo, mayo 20, 2012

El Cardenal y la política

Juan Luis Cipriani Thorne, tiene actualmente 68 años y un techo de poco menos de siete para emprender el camino al retiro. Y como ha ocurrido durante los 12 años en que ocupa el arzobispado de Lima y los ocho que ejerció el de Ayacucho, es seguro que el monseñor se las ingeniará para estar siempre en el centro de la noticia y la controversia, como no lo ha hecho ningún otro prelado precedente.

Cipriani Thorne, nació en un hogar religioso con padres vinculados con el Opus Dei y como puede adivinarse distanciado de toda medida de control de la natalidad. El actual cardenal fue el cuarto hijo de un total de once hermanos. Sus estudios de primaria se realizaron en el colegio Inmaculado Corazón en Lima y su secundaria en el Santa María Marianistas de Miraflores, considerado un plantel de alta sociedad, donde también estudió muchos años después su actual admirador periodístico Aldo Mariátegui Bosse.

Antes de enrolarse en los estudios de iglesia el monseñor tuvo una etapa de deportista, integrando la selección nacional de basquetbol en el mejor momento del Perú en esta disciplina, cuando brillaban los hermanos Duarte. Cipriani era el especialista en tiros de media distancia. En 1969, el Perú disputó el título sudamericano de básquet. Hasta 1974, Juan Luis Cipriani apuntaba a convertirse en ingeniero industrial, pero ese año produjo un viraje dirigiéndose con el apoyo de sus padres a Roma, para matricularse en la pontificia Universidad de la Santa Cruz de la Prelatura del Opus Dei en Roma (Italia), de donde siguió a la Universidad de Navarra en España, obteniendo finalmente el título de Doctor en Teología.

Para entonces ya había realizado los votos sacerdotales en España (año 1977) y poco después regresó a Lima para convertirse en profesor de teología. En 1986 fue nombrado a los 43 años, Vicario Regional del Opus Dei en el Perú y Vicecanciller de la Universidad de Piura. En 1988, el papa Juan Pablo II, muy próximo al Opus Dei, le encarga ocupar el cargo de obispo auxiliar de Ayacucho, en un contexto de guerra interna que tenía su escenario más violento en ese departamento. En 1991 ascendió a arzobispo de Ayacucho, al producirse el retiro por límite de edad de monseñor Ritcher Prada

El amigo de Fujimori

Cipriani se hizo cargo del arzobispado de Ayacucho en el momento culminante de la guerra interna. Fujimori había asumido la presidencia y Montesinos lo había convencido de que era posible derrotar a Sendero Luminoso y que eso sería clave para la legitimidad de su gobierno. Una parte importante de ese objetivo se iba a jugar en el lugar donde el todavía joven monseñor del Opus Dei acababa de convertirse en cabeza de la iglesia. Su antecesor había marcado una pauta de buenas relaciones con el comando político-militar, en circunstancias en que la mayoría de instituciones locales tenían problemas de coexistencia: municipio, poder judicial, ministerio público. Richter buscaba no involucrarse en las denuncias sobre asesinados, desaparecidos y torturados. Pero con el nuevo arzobispo la cosa fue más lejos. Un día en que los jesuitas le llevaron el caso de un señor de apellido Mansilla que había sido secuestrado por el Ejército que negaba tenerlo en su poder, Cipriani obvió a la familia de la víctima y se dirigió al sacerdote que encabezaba el grupo para acusarlo de terrorista por enseñar en la universidad San Cristóbal de Huamanga. El señor Mansilla nunca apareció.

Según el Informe Final CVR, en el frontis del Arzobispado de Ayacucho, quedó colocado un cartel que decía: "No se aceptan reclamos sobre derechos humanos" y la gente poco a poco fue entendiendo que el monseñor desconfiaba del sufrimiento de la gente e imaginaba que muchas de las denuncias que circulaban por diversas instituciones y que él no quería recoger estaban inspiradas por los comunistas, los socialistas o los senderistas que para el caso eran casi lo mismo. Su perspectiva puede resumirse en la creencia que él era el que estaba asumiendo el mayor riesgo al jugarse por los militares y no dar crédito a las campañas de desprestigio que se percibían en los medios nacionales y en los corrillos ayacuchanos.

La posición firme de Cipriani casi indistinguible a la de un capellán militar (hay grabaciones de sus discursos en los cuarteles cargadas de procacidades) llegaron a oídos de Fujimori que siempre tuvo una concepción utilizaría en sus relaciones con las estructuras religiosas. De la misma forma como se había servido de los evangelistas para llegar a la presidencia y luego ponerlos de lado, igualmente podía hacer un pacto con el evidente favorito de Roma que estaba en Ayacucho y lograr las bendiciones de la Iglesia para su política contraterrorista. Ese fue el comienzo de una amistad que se fue consolidando con el correr de los años. Juan Luis empezó a moverse cada vez más hacia Lima y a hacer declaraciones sobre temas de política nacional, mientras en Ayacucho su cartel lo eximía de responsabilidades por lo que iba pasando.

Entre las muchas veces en que quizás debió quedarse callado están aquella ocasión en que opinó que habría que restablecer la pena de muerte para los terroristas, a poco de la captura de Abimael Guzmán; o cuando justificó la amnistía al Grupo Colina y otros criminales de guerra en el año 1995, usando al Congreso que estaba a punto de retirarse; o, finalmente, cuando dijo que la Coordinadora de Derechos Humanos era una “cojudez”, y quedó en la memoria colectiva como la expresión de la manera como concebía la relación entre la iglesia y los derechos individuales.

El mediador

En diciembre del año 1996, un comando de lo que quedaba del MRTA, irrumpió en una ceremonia que se desarrollaba en la casa del embajador de Japón y sometió a los asistentes (más 500, entre hombres y mujeres). En las primeras horas y días fueron saliendo una parte de los rehenes hasta que el grupo de retenidos se redujo a 72 y se inició una larga negociación para lo que se suponía era el intento por alcanzar una salida pacífica a la crisis. El gobierno de Fujimori nombró una comisión mediadora para tratar con los secuestradores y en ella se integró el arzobispo de Ayacucho que se convirtió en una presencia fundamental de esa crisis.

Cuatro meses duró la toma de la casa del embajador Aoki y durante ese tiempo Cipriani mostró habilidades políticas indiscutibles. Entraba y salía todos los días de la casa de los rehenes, llevando diversos objetos y recogiendo cartas y encargos de los que estaban dentro. Tanto fue así que se hizo sospechoso de haber introducido micrófonos y otros elementos de inteligencia que luego fueron vitales para la retoma, pero el negó desde el primer día haber cumplido ese papel. En una entrevista con el diario “El Mundo”, en Madrid, el 11 de mayo de 2007, a menos de un mes de lo que se llamó Operación Chavín de Huántar: la recuperación cruenta de la casona, con el saldo de la muerte de los 16 emerretistas (algunos de ellos presumiblemente ejecutados después de rendidos), dos militares y uno de los rehenes, Cipriani dice lo siguiente:

“-¿Diría usted que Fujimori actuó a sus espaldas?

“-Por supuesto que lo digo. Nosotros éramos los garantes de lo que se acordase. Pero no se acordó nada. Y permanentemente estuvimos fabricando una negociación. El final violento fue sorpresivo, y se coció a nuestras espaldas. Con lo cual, como garantes, nos quedamos al aire.”


Este tono podía haber augurado una ruptura entre el hombre de iglesia y el de Palacio. Pero no fue así. A pesar del dolor declarado por el monseñor y de expresiones que figuran en esa entrevista sobre su amistad con los del MRTA y su aprecio por algunos de ellos, que si se dijeran ahora motivarían un tremendo escándalo, Cipriani restituyó sus lazos con Fujimori, nunca más se quejó de haber sido “traicionado” y con los años convirtió el “hecho doloroso” del que habla en la entrevista en uno heroico y necesario. En enero de 1999, el Papa Juan Pablo II, insistió en su preferencia por el hasta ese momento solitario obispo del Opus Dei y lo designó para ocupar el cargo de arzobispo de Lima, que de alguna manera se entiende como la cabeza de la iglesia peruana.

El 29 de junio de ese año fue la ceremonia en Roma que lo consagraba para el cargo al tiempo que introducía una profunda herida en la iglesia de tradiciones muy distintas a las de Cipriani, como era la peruana, que entre otras cosas fue cuna de la llamada “teología de la Liberación”. El 21 de febrero del 2001, a instancias del Papa, fue nombrado Cardenal por un Consistorio realizado en Roma, que además le otorgó la titularidad de la Basílica de San Camilo de Lellis, convirtiéndose en aquel día en el primer miembro del Opus Dei en el mundo, en recibir el título de Cardenal.

El cardenal político

Para Cipriani no hay dudas que la Iglesia es parte de los mecanismos del poder y que el puesto en que Roma lo ha colocado está pensado para modificar la correlación interna del sacerdocio peruano, demasiado inclinado a la izquierda para los gustos de los Papas post-conciliares (Juan Pablo II y Benedicto XVI). El cardenal peruano es un instrumento de este proyecto y lo ha tratado de ejecutar rigurosamente, matizándolo con su propia marca personal que se puede apreciar en el conflicto sobre la Universidad Católica, como en la sanción al apreciado sacerdote Gastón Garatea.

Con Cipriani se han multiplicado los obispos de derecha, sean del Opus, Sodalicio y otros, pero aún así no ha podido asegurarse una mayoría que lo elija en la presidencia de la Conferencia Episcopal que es su sueño de once años. Obispos progresistas y moderados siempre le han cerrado el paso porque temen que el autoritarismo que ha impuesto en Lima se extienda a nivel nacional. Pero Juan Luis no descansa. Cree tener el techo suficiente en el cargo como para seguir batallando por el control de la Iglesia e instituciones conexas que lo obsesiona. Pero ese afán de polarizar ya le ha enajenado una buena parte de la feligresía, que puede ser respetuosa de las jerarquías pero que es consciente que el papel del monseñor, no es neutral ni ingenuo. Para nada lo es.

20.05.12
www.rwiener.blogspot.com

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